Ha llegado la primavera y después del reposo invernal la vid comienza a despertar de su letargo, en el que se exhibe con un desnudo tronco recio, exento de los largos sarmientos y zarcillos secos y retorcidos que fueron podados una vez que cayeron sus rojas hojas otoñales.

Con la subida de las temperaturas que llegan a alcanzar unos 15ºC, aproximadamente, las raíces absorben la humedad y los nutrientes de la tierra. Entonces, la savia se pone en movimiento recorriendo el tronco y los brazos hasta llegar a los pulgares. El líquido fluye por los cortes de la poda y gotea, lo que se llama “lloro”.

Este “llanto de la viña” suele producirse entre los meses de marzo – abril y puede durar 7 o 10 días desde que el suelo adquiere la temperatura necesaria para reactivar un nuevo ciclo. A partir de este momento, la planta empezará a brotar y sus yemas a multiplicarse, dando paso a las primeras hojas verdes en los meses de abril y mayo.

Las hojas son parte esencial de la vid. Realizan las funciones vitales de la planta: transpiración, respiración y fotosíntesis. Además, en mayo los viticultores aprovechan para dejar únicamente los brotes necesarios tras la poda y eliminan los que han salido en brazos y tronco de la cepa para evitar el exceso de vegetación y uva.

En el último mes de primavera, se gestan los embriones de las flores que empiezan a crecer siempre y cuando el clima las acompañe, ya que el sol es un elemento vital para la vid. Es está etapa de floración la que marca la magnitud de la cosecha y pone fecha al comienzo de la vendimia.